Delfobo






¿Cuánto lo deseas? No dejo de hacerme una y otra vez la misma pregunta. Cuando parece haberse desvanecido de mi mente, vuelve a manifestarse con más insistencia si cabe.
Acabamos de llegar al campamento de Ulula, doce días después de mi alistamiento. Se supone que el trayecto no debía durar más de cuatro jornadas, pero el mal estado de las calzadas nos ha retrasado y hemos perdido un tiempo valiosísimo. Nuestra fuerza de apoyo está formada por cuatro mil cien infantes y dos mil efectivos de caballería. La mayoría son jóvenes de mi edad, mochuelos que aún no han entrado en combate. Muchos proceden de mi ciudad o de urbes vecinas. Es el caso de Alcibíades, un muchacho de Caria al que reclutamos en la misma capital del Imperio, Romalea.
Me da vergüenza reconocerlo, pero el campamento es grotesco y su pestilencia insoportable. Es como si Phobos se hubiera recogido el quitón para cagar una gran mierda. Como respuesta, el humo de las hogueras se eleva silencioso directo a su reino, haciendo imposible respirar con normalidad. Es igual de grande que una ciudad pequeña. Las hileras de tiendas se extienden hasta donde alcanza la vista y está protegido por una zanja con su parapeto y su estacada. Alcibíades, con quien he hecho buenas migas, asegura que pasaremos aquí la primavera ejercitándonos con la lanza antes de marchar a Cunaxa a enfrentarnos a las cimitarras asurias. Dice que, para llegar a la antigua provincia imperial, marcharemos por el desierto hasta desgastar un par de sandalias de los cuatro que hemos recibido, o lo que es lo mismo: devoraremos diecisiete etapas de marcha divididas en ocho jornadas y media.
El fulano parece saber mucho del oficio de la guerra, pese a que sólo tiene un año más que yo y es evidente que nunca ha estado en una batalla. Su comportamiento es el de un veterano: siempre anda corrigiendo a los despistados y nunca se aparta de su lanza. Es palmo y medio más alto que yo, su cuello se asemeja al de un toro y tiene los hombros tan musculados como un herrero. A nadie se le escapa que ha nacido para la guerra. Para él, entender el conflicto, el motivo por el que estamos aquí, es simple: a la muerte del Gran Rey Darío, Rey de Reyes y señor de Asurea, su hijo Oxiartes es ungido Gran Rey y emprende una campaña de invasión sin precedentes contra nuestro Imperio. Además no pierde la oportunidad de recordarnos que Asurea es un vasto territorio de kilómetros y kilómetros de desierto del que no regresaremos jamás. Pienso que puede que esté en lo cierto: hablamos de un infierno de arena al este de Enceladus, en la frontera de Cunaxa con Satabam; ésta última, igual que otras doscientas satrapías más, está regida por un sátrapa leal al Gran Rey que no nos pondrá las cosas fáciles. Así que no puedo evitar preguntarme una vez más, ¿cuánto lo deseas?
Y no debería; ahora mismo lo único que me importa es comer algo. Dejamos los escudos en el suelo para echar un bocado, pero aparece un sargento y nos ordena a Alcibíades y a mí que nos presentemos de inmediato en la tienda de Delfobo. No sé qué puede desear el strategos de dos tipos como nosotros. Le indico a Acles, también conocido como Rabotoro, también conocido como Follacabras, que vigile nuestro papeo, pero Alcibíades se muestra reacio a dejar su ración y cuando llegamos a la tienda de Delfobo seguimos masticando esta maldita bazofia que empiezo a aborrecer.
—¿Se puede? —pregunto. Un par de centinelas bloquea la entrada. Portan la coraza, el casco con la cimera blanca y las grebas de bronce; además de sus poderosas lanzas. 
Una voz templada ordena desde el interior de la tienda que nos dejen pasar. Los guardias se hacen a un lado de mala gana, como si no estuviéramos todos en el mismo bando, y Alcibíades y yo entramos vacilantes al Sancta Sanctorum del strategos: el humo de los pebeteros dificulta la visibilidad. El olor es demasiado fuerte y arrugo el gesto.
—¿Son ellos? —La pregunta la hace Delfobo.
Una esclava ayuda al strategos a desprenderse primero de la capa roja de la Orden de los Duelistas y después de la coraza. El rostro de Delfobo es de preocupación, como el de sus dos generales, aunque me basta una simple mirada para saber que es un hombre capaz. Debajo lleva puesto un quitón níveo con la franja morada que lo identifica como octaviano, o lo que es lo mismo: descendiente de una de esas familias que siguió al rey Octavio hasta Enceladus en busca de gloria. No puedo evitar echar un vistazo rápido a Alcibíades, cuyo semblante es imperturbable porque lleva puesta la careta de guerrero de la antigüedad, como si le costara recordar que el azul de nuestros quitones revela que somos helenos: los que permanecieron en Titán con la reina Helena cuando Octavio la abandonó. En realidad no existe ninguna diferencia sustancial entre octavianos y helenos: unos marcharon con Octavio y otros permanecieron fieles a Helena. Sin embargo, el hecho de que sus familias pusieran primero el pie en el continente hace que muchos de estos follaovejas nos miren por encima del hombro.
En mi opinión es una puta porquería de razonamiento. Octavio debió de ser un gran hombre, no seré yo quien lo discuta: conquistó nuevos territorios y creó un Imperio de la nada. Pero sólo cien años después de aquella gesta, año arriba, año abajo, su mierda de estirpe está destruyendo el Imperio que tanto esfuerzo, sangre y llanto costó construir. La ineptitud del emperador Antenor, incapaz de ponerse al frente de sus tropas y defender lo que le pertenece, alienta al enemigo a atacar las provincias imperiales más alejadas. Pensar que Oxiartes se detendrá en Cunaxa satisfecho de su trofeo, como dicen los viejos, es tan estúpido como esperar que un león no te haga pedazos porque acaba de comer…
—Son ellos, señor: Alcibíades y Diomedes, ambos de Caria. Aunque Alcibíades fue reclutado en Romalea, señor.
—¿Romalea? —Delfobo mira con sorpresa a su general, creo que se llama Isómaco; el otro, el que no se despega de su copa de vino, es Clístenes de Halicarnaso. Es célebre por su habilidad con la espada, además de por ser el jefe de los Invisibles—. Imagino que acudiste a la capital del Imperio a alistarte. —El tono de voz de Delfobo denota confianza. 
—¡Así es, señor! —responde Alcibíades, que añade la voz de trueno a la careta de guerrero de la antigüedad, intentando imitar al strategos—. No me hallaba en Caria cuando el oficial de reclutamiento llegó, señor. Supuse que iría a Romalea y decidí cabalgar hasta allí para alistarme.
—¡Muy bien hecho, cabo! —dice, retirándose del rostro un mechón de cabello rubio que parece molestarle.
«Un momento… ¿Ha dicho cabo o lo he imaginado?».
Delfobo sonríe a Alcibíades, aunque no con los labios, lo hace con la mirada, y me pregunta sin paños calientes si estoy emparentado con el Diomedes de Caria que sirvió en la legión I Octaviana. Le respondo que sí, aunque lejos de lograr la entereza de Alcibíades, no digamos ya colocarme la máscara de guerrero de la antigüedad. Delfobo me pone la mano en el hombro y vuelve a sonreír; esta vez con los labios; una sonrisa que se me antoja afable, tan válida como la palabra de un hombre, aunque no exenta de crueldad… 
—Bien —dice—. Presten atención, cabos. —Alcibíades y yo nos miramos sin poder creer lo que escuchamos—. La situación es la siguiente: una flota norse ha atracado sus naves en una cala de Trivia y se dispone a saquear el litoral.
Delfobo hace una pausa para comprobar que prestamos atención. Sabe que nuestros pensamientos vuelan libres.
—El emperador Antenor anda molesto con algunas de nuestras provincias por el asunto de los impuestos, sobre todo con Punilea, así que sólo está dispuesto a deshacerse de media legión, dos mil quinientos infantes, para resolver el contratiempo con los bárbaros. —Silencio. Ni un susurro en la tienda. Silencio que desgarra el general Clístenes al ofrecernos a Alcibíades y a mí una copa de vino—. Quiero que vosotros dos y el sargento Cicatrices —un suboficial ingresa en la tienda y adopta la postura de firmes a nuestra espalda— os unáis a esa media legión y devolváis a los hombres del norte al mar helado del que han surgido.
—Cabos… —ladra Clístenes, entregándonos las copas que acaba de servir la esclava más fea que me he echado a la cara: morena, extremadamente delgada y de tez pálida y enfermiza, con las ojeras tan marcadas que se me antojan la entrada al mismo Hadis, nuestro inframundo. Dedos largos y huesudos, voz desagradable y estridente. Tardo un latido en comprender por qué Delfobo posee una esclava tan fea: para evitar que alguno de sus oficiales se la folle y la preñe. ¿Pero quién en su sano juicio estaría dispuesto a metérsela a semejante oveja? Yo desde luego no—. El sargento Cicatrices —prosigue Delfobo— estará al mando de la cacería. Quiero que abráis bien los ojos. Que atendáis sus consejos y que no expongáis la vida de forma inútil. Esto último es de vital importancia.
Me doy la vuelta y Alcibíades me imita; ninguno de los dos hemos probado una gota de vino. El fulano que tengo delante parece sacado de una leyenda de la antigüedad: cicatrices en rostro, cuello y brazos. A su lado Alcibíades, por mucho que lo intente, parece un muchacho asustado.   
—¿A quién le apetece follarse un culo norteño? —dice.
Siento el brazo de Delfobo rodearme el hombro, hace lo mismo con el de Alcibíades, y nos conduce a mi amigo y a mí fuera de la tienda mientras habla de no sé qué regla del soldado. No consigo entender ni una sola palabra. Tengo la impresión de que el alto mando y el tal Cicatrices se están riendo de nosotros. Pero entonces sucede algo que me hace comprender que no es una broma: dos esclavos han traído un cordero blanco para que sea sacrificado. Nadie de mi raza osaría bromear con algo así. La cabeza me da vueltas.
Los esclavos atan las patas del cordero y lo colocan en el centro de un altar de basalto; Delfobo le susurra palabras tranquilizadoras mientras lo acaricia «te doy las gracias por tu vida. Se la ofrezco a Phobos, dios de la guerra, para que conceda la victoria a mis hombres». Clístenes pone una daga en la mano de Delfobo y los esclavos agarran con fuerza al cordero, extendiendo su cuello hacia el strategos, que de un tajo rápido se lo corta. La sangre roja brota sobre el altar formando un charco. Ya está. Los augurios son propicios. La sangre es limpia y no deja de manar. Clístenes da la vuelta al cordero y Delfobo le abre el buche con la daga. Los intestinos se desparraman por el altar. Como el líquido rojo, también están limpios y parecen sanos. Delfobo hunde las manos en el vientre del animal y tiñe de rojo su quitón. Después llama a la esclava a gritos.
—¡Virginia! —aúlla gozoso. Sus ojos, del color de las tormentas, reflejan serenidad, porque es un soldado de los pies a la cabeza—. Los dioses están de humor, criatura inmunda, así que trae el vino.
La tan Virginia sirve vino en una copa de oro a su señor, que antes de beberlo arroja una libación al suelo en honor a Phobos y Atilea, la de los ojos verdes. Todos lo imitamos. Pero el gran Delfobo vacía la copa de un trago y, seguido por sus generales, desaparece en el interior de su tienda. Dos esclavos nos entregan nuestra nueva panoplia: grebas de bronce, coraza con finos grabados acompañada de la capa escarlata de la Orden de los Duelistas, y dos cascos de cimeras adornadas con penachos de crines blancas. Ahora Alcibíades y yo, sin saber cómo, somos cabos al servicio de Delfobo; pero nuestros culos pertenecen al tan sargento Cicatrices, que nos mira con su cara arrugada y declara:
—¡Hace un día precioso para la batalla, muchachos!
Una pregunta me asalta: ¿Cuánto lo deseas? En realidad no lo sé…


Aun no me acostumbro al peso de mi nueva coraza; es más pesada que la de mi padre y el roce me provoca heridas en el cuello. Nos encontramos al sur del continente, en alguna parte entre Galies y Bosque Rojo, donde el mismo Octavio perdió cinco legiones luchando contra los thorén: un pueblo procedente de la estepa de Estitia diestro con los caballos como nadie. Alguien ha bloqueado la calzada atravesando anchos troncos y algunos pozos han sido envenenados; también han sido atacadas y saqueadas por completo varias casas de postas de la zona. Así que no dejo de preguntarme quien será el responsable de tanta destrucción y porqué.
Alcibíades parece tener siempre todas las respuestas: los thorén. Sin embargo, estoy seguro de que en esta ocasión se equivoca, pues moran en las montañas muy lejos de donde nos hallamos. En mi opinión, todo hace indicar que los norse, los hombres del norte de los que el strategos nos habló, son los responsables de tanta muerte. Me he tomado muy en serio mi ascenso y por el camino me he informado de sus métodos, que parecen tener bastante similitud con la desolación que nos rodea. Sin duda posee su firma…
—Estás muy silencioso estos días —me dice Alcibíades de súbito. Y es cierto. Últimamente he estado demasiado perdido en mis pensamientos, mucho más de lo normal, rehuyendo a todos y todo—. ¿Te preocupa algo?  
Un grupo de reclutas se nos acerca por nuestra derecha, y les ordeno que ayuden a retirar uno de los troncos que bloquea la calzada, pues las mulas a los que han sido trabados se hallan demasiado cansadas para arrastrarlos.
—¿Debería preocuparme algo? —intento sonar arisco.
Como no podía ser de otra manera, hemos hablado de lo sucedido en Ulula, allá en la tienda de Delfobo, y como de costumbre Alcibíades y yo no compartimos el mismo punto de vista. Empieza a ser una constante entre nosotros... 
—No —dice.
Algo dentro de mí quiere creerlo, desea creer lo que indica. Su boca dice que no hay nada que meter; en cambio, sus ojos, indican todo lo contrario.
—Siempre que estemos unidos…
Ya lo ha dicho. Lo ha vuelto a hacer. Odio cuando se pone en plan veterano al servicio del Imperio. Alcibíades ha hecho una lectura un tanto catastrofista de la situación del ejército. Opina que el emperador Antenor ha abandona a Delfobo en su misión de recuperar Cunaxa, que el lío ese con Punilea le ha hecho perder la cabeza y que su paranoia pone en peligro a todo el Imperio. Y tiene razón. Pero no en todo. Me niego a pensar que hemos sido ascendidos porque no había nada mejor. Es cierto que la situación de Delfobo no es buena: carece de efectivos para recuperar Cunaxa y, con las tropas de las que dispone, jamás podrá enfrentarse a Asurea. Pero creo de verdad que Delfobo ha visto algo en nosotros; los hombres como él nunca dejan nada al azar...
—¡Viene alguien!
La voz de Alcibíades me arranca de mis pensamientos.
Oigo el sonido por encima de los murmullos del ejército, lo origina una patrulla de Invisibles, nuestros exploradores, que regresa de reconocer el terreno; el sargento Cicatrices, que no sé dónde ha estado todo este tiempo, cabalga hacia ellos montando una yegua blanca de la ciudad de Deimos.
Estos valientes peinan sin descanso el territorio en busca del enemigo, hostigan su retaguardia y cabalgan de nuevo para entregar los informes de lo descubierto al alto mando. Las acciones que llevan a cabo pueden ser de dos clases: rastreo o exterminio. Y dado que es un grupo pequeño, sería razonable decir que han ejercido la primera.
Pronto salimos de dudas. El Sargento Cicatrices da instrucciones de despejar la calzada de inmediato, apenas quedan unos pocos troncos, y nos invita a Alcibíades y a mí a una reunión con Eolo, el jefe de la patrulla Invisible.
—Sólo lo diré una vez —indica cuando llegamos—: Trivia está perdida. —Me estremezco al oírlo. Trivia posee una guarnición bien entrenada y controla todo el litoral, así que las noticias son funestas de verdad—. El emperador Antenor colecciona tropas en la capital… mientras el Imperio se desangra. —La franqueza del sargento me desarma. Pienso que este valiente de piel ajada es lo suficiente hombre como para decirle a la cara esto y mucho más al emperador—. Eolo y sus muchachos han estado ahí y lo han visto con sus propios ojos. Han sido testigos del horror, han olido la muerte. Eolo, por favor…
El Invisible da un paso al frente. Es un heleno de unos veintiocho años y tiene más marcas en el rostro que el sargento Cicatrices. Es de naturaleza normal, si bien posee unas piernas especialmente desarrolladas por la monta.
—Hombres, mujeres, ancianos y niños —dice Eolo, con los ojos arrasados en lágrimas—, todos muertos.
Cicatrices pone una mano en su hombro y hace saber a Eolo que ya es suficiente. El Invisible está fuera de sí, su mano roza el puño de su espada cuando siente el contacto.
—Caballeros… —Un brillo peligroso baila en la mirada del sargento. Sabe lo que estamos pensando y conoce de sobra nuestros miedos. Por eso ha jugado la baza de Eolo. Nos ha estado preparando para lo que viene a continuación. Está a punto de pedirnos un imposible. Algo que va más allá de nuestros miedos primarios—. ¡No vamos a dejar sin respuesta algo así! ¡Atravesaremos Bosque Rojo como un huracán de guerra y arrasaremos a esa mierda norteña! ¡Por el Imperio, por el César y por nuestros hermanos de Trivia!
Ya está. Cicatrices ha cruzado el río sin mojarse los pies. En lugar de rodear el territorio, nos pide que nos adentremos en Bosque Rojo, donde Octavio perdió veinticinco mil legionarios imperiales en una sola mañana, salvando la propia vida de milagro. Todos vociferamos su arenga y amenazamos a los norse, lanzamos maldiciones y juramos por Phobos que no descansaremos hasta vengar Trivia, pero es evidente que estamos muertos de miedo. 
«¿Cuánto lo deseas, Diomedes, cuánto?».

5 comentarios:

  1. Nos introduce en la historia y da muestras de lo que puede a llegar a ser esta. Hay buenos mimbres, ahora hay que hacer el cesto.

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    1. Gracias por tus palabras, José. Me voy al taller del artesano a seguir currando…

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  2. Me ha gustado volver a leerlo. Me gusta.

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